Cuento final

El último regalo


La familia ya había comido. En el comedor quedaban los rastros del vitel toné, la sidra abierta, las servilletas arrugadas y los niños emocionados corriendo por la casa. En la televisión, el especial navideño. Faltaban veinte minutos para las doce.


-¿Y si abrimos los regalos ahora? - preguntó Tomás impaciente.


-Nada de eso. Faltan veinte minutos. Hasta que no suenen las doce, no se abre nada. - dijo su madre.


La abuela Mercedes se acomodó en su sillón. Tenía la copa de vino en la mano y una sonrisa que parecía más contenida que alegre.


-¿Quieren que les cuente una historia? - preguntó.


-Otra vez con tus cuentos de miedo - exclamó el padre, cansado de las historias de la abuela.


Los nietos se juntaron a su alrededor. El ventilador de techo giraba lento y en la casa todo olía a calor, a frutas secas y un leve perfume de lavanda.


-Esta es una historia real. Pasó hace mucho, cuando yo tenía la edad de ustedes. Casi todos se habían olvidado, pero no yo. Porque esa historia todavía está viva.


-¿Es de fantasmas? - preguntó Clara, la más chica de la familia.


-Es peor. Es de cosas que no quieren ser olvidadas.


Se acomodó mejor en el sillón. Su voz bajó un poco y empezó a contar.


-Había una casa en el barrio donde yo solía vivir. De esas que parecen que nunca terminan de existir del todo. La casa no tenía ventanas visibles, o las tenía tapiadas con maderas húmedas. Siempre olía raro cuando uno pasaba por ahí, como a fierro oxidado y tierra mojada. Estaba cubierta de enredaderas, y la gente del barrio decía que estaba “maldita”. Así decían, maldita. Porque ahí había desaparecido una chica, Adela.


Hizo una pausa.


-Adela era distinta. Iba a la escuela con nosotros pero no hablaba con nadie. Se sentaba sola en el recreo, no jugaba, no respondía cuando alguien le hablaba. Usaba siempre el mismo vestido azul desteñido, aunque hiciera frío. Su piel era blanca papel y el pelo, oscuro, muy largo, le cubría la espalda. Le faltaba un brazo, el izquierdo. Muchos niños le hacían bullying pero a ella no le importaba. Sólo los miraba fijamente hasta que dejaran de molestarla. Los adultos decían que simplemente era una chica solitaria. Pero yo la vi una vez sonreír. Apenas. Y no se me borró más.


-¿Cómo desapareció? - susurró uno de los chicos.


-Nadie sabe. Nunca quedó claro. Lo único que sabíamos nosotros era que a ella le fascinaba esa casa y quería explorarla. Se dice que un domingo a la noche Adela entró a la casa y nunca más volvió a salir. Después de eso, la casa había quedado vacía y nadie se atrevía a entrar. Habían teorías conspirativas entre los chicos del barrio. Unos decían que había muerto, otros que la habían secuestrado y otros más místicos decían que la casa se la había llevado.


Bebió un sorbo de vino.


-Pero nosotros sí entramos. Pablo, mi hermano, su amigo Walter y yo. Teníamos trece. Queríamos probar que no teníamos miedo. Saltamos la reja una tarde de diciembre, poco antes de navidad. Adentro hacía frío a pesar del calor del verano que ahogaba al barrio. Todo estaba oscuro. El piso crujía y adentro había cosas extrañas. Un frasco con uñas, estantes llenos de polvo, telarañas y libros de medicina. No había lámparas, solo cables sueltos. Constantemente se podía escuchar un zumbido, como si la casa temblara. 


Los nietos escuchaban sin pestañear.


-Walter se cayó por una escalera rota y se torció el tobillo. Pablo gritó como nunca y salió corriendo. Yo me quedé. No por valiente. Por terca. Subí las escaleras. En el piso de arriba había una habitación cerrada. Pero se abrió sola.


Mercedes se inclinó hacia adelante y los niños se acercaron a ella.


-Y ahí estaba. O alguien que era como ella. No había envejecido. Estaba parada en el rincón, con el mismo vestido azul, mirándome. Pero algo estaba distinto, no era la Adela de siempre. Ahora ella tenía ambos brazos. Y me habló. Con una voz que no era voz, era como un eco. Me dijo “Siempre voy a volver en navidad. Todos se van a arrepentir de lo que hicieron”. No entendí. Pero vi lo que tenía detrás. Una pared llena de marcas. Como si alguien hubiese ido contando los años. En la pared estaba dibujado un árbol de navidad, torcido y con espinas.


-¿Y qué hiciste abuela? - preguntó Clara preocupada.


-Salí corriendo. No conté nada por años. Pero cada navidad, en algún momento, la volvía a soñar. Y cada año, en el sueño, se acercaba un poco más.


El silencio se apoderó del comedor. Afuera sonaron fuegos artificiales. El reloj de pie del living empezó a campanear. Doce veces. Una tras otra.


La abuela se incorporó lentamente. Dejó la copa vacía en la mesa.


-Bueno, ¡a abrir los regalos! - dijo con un tono completamente distinto, feliz, casi infantil.


Los chicos chillaron y corrieron al árbol. Los adultos se rieron. Nadie notó que Mercedes, mientras todos celebraban, se quedó mirando el rincón oscuro del pasillo. Sonrió, muy apenas. Como si alguien le hubiera devuelto una sonrisa vieja. Como si supiera que ya no quedaban más años que contar.

 

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