Cuento de la foto familiar

 Buen provecho


Todo empezó con una sopa.


Una sopa espesa, con ajo, perejil y veneno. La cociné esa misma tarde, con manos firmes y un propósito claro. Aníbal no iba a sobrevivir esa noche. Lo había decidido unos días antes al ver cómo le gritaba al perro por derramar agua, cómo me ignoraba cuando hablaba, cómo me recordaba, sin palabras, que yo ya no era más que una silla de respaldo cómodo en su imperio de desprecio.


Habíamos invitado a toda la familia Vermut. Una rareza. Aníbal decía que había que recuperar “las buenas costumbres”, aunque todos sabíamos que lo hacía solo porque Gregorio, mi cuñado, se había convertido en socio de un juez importante y eso se tenía que brindar.


Pero yo no iba a brindar. Porque esa noche, Anibal iba a morir.


Recuerdo perfectamente haber dejado el plato en el borde de la cocina, separado de los demás. Le hice una pequeña marca en la base del plato, un rasguño imperceptible para cualquiera menos para mí. Marina, la sirvienta, me había ofrecido ayudar a llevarlos al comedor. Yo le dije que sí. ¿Por qué lo hice?


Cuando entré al comedor, las copas ya tintineaban. Todos reían con esa falsedad que se reserva para las reuniones familiares, como si al forzarla más pudiera ocultarse el odio verdadero.


Miré los platos. Todos iguales. Todos servidos. Todos frente a alguien.


—¿Dónde está el plato? —le susurré a Marina, mientras ella se inclinaba a servirme vino—. ¿Dónde está el que tenía la marca?


Me miró como si yo estuviera loca.


—¿La marca, señora? No vi ninguna marca.


Sentí que algo se quebraba dentro de mí.


—¿Ya todos empezaron a comer?


—Sí, señora… ya hace rato.


Vi las cucharas chorreando la sopa, el vapor mezclarse con las carcajadas. Gregorio hablaba de propiedades. Luisa sacaba fotos del mantel para sus redes. Nicolás discutía sobre arte moderno con la tía Marta, que mascaba con la boca abierta. La abuela Leonor hablaba sola, como siempre, quejándose del delantal sucio de Mariana, aunque nadie la escuchaba.


Me levanté de la mesa rápidamente y le pedí a Mariana que me acompañara a la cocina para buscar otra botella de vino.


—Mariana, hice algo malo. —Le dije en voz baja.


Mariana me miraba desentendida, frunciendo las cejas.


—El plato. El plato con el rasguño. Le puse veneno.


El aire se cortó por unos segundos. Mariana abrió los ojos y se quedó callada, quieta, sin decir una palabra.


—Anibal. Él debería tener esa sopa. Usted me entenderá Mariana. Él nunca fue un buen esposo. Siempre de mal humor, siempre haciendo de sus miserias nuestras miserias. No tenía opción. Tenía que terminar con este tormento que me tiene cautiva hace años.


Mariana, todavía callada, asintió la cabeza y se asomó a la ventana de la puerta que conectaba la cocina con el comedor.


—Necesito que me ayudes. Necesito que recuerdes a quien le pusiste esa sopa. En cuestión de minutos alguien va a morir, Mariana. —Dije con desesperación.


—Señora, recuerdo perfectamente donde puse ese plato. ¿Usted realmente cree que Aníbal es el único villano en esa mesa?


Y entonces algo dentro de mí cambió.


Ya no tenía miedo. No por mí. Empecé a observarlos con una claridad nueva, como si el miedo me hubiera lavado los ojos. Vi a Gregorio, que hacía negocios con nombres inventados. A Luisa, que nunca me llamó en seis meses, pero me etiquetó en una historia como “la mejor chef del mundo”. A Nicolás, que solo se dignaba a visitarnos cuando necesitaba dinero para sus “instalaciones”. A Marta, que jamás dejó de recordarme que yo “no era una verdadera Vermut”. A la abuela, que se pasó toda una vida despreciando a los empleados de nuestra casa. Y especialmente a Aníbal, que desde la punta de la mesa mascaba su sopa con una mueca de desprecio.


¿Realmente me importa quién tiene esa sopa? Tal vez no. Tal vez todos merecen lo mismo.


Los minutos pasaron como siglos. El reloj marcaba las ocho y veintiséis cuando escuché un sonido. Como si alguien se atragantara con su propia existencia. Una cuchara cayó en el plato. Una silla se volcó. Y alguien se había desplomado en el suelo.


Mariana y yo salimos de la cocina para ver la escena del crimen que ambas habíamos planeado. 


Los gritos de terror habitaban el comedor. Alguien le pidió a Mariana que llame a la ambulancia. 


Corrí con los demás, fingiendo horror. Vi el cuerpo, tendido en el suelo, rodeado de piernas, voces y caos. Pero no me acerqué demasiado. No necesitaba ver quién era. No importaba.


Me quedé un paso atrás, junto a una mesa de luz. Me quedé quieta, serena. Mientras todos lloraban, gritaban, corrían, yo me limité a observar.


Alguien de la familia Vermut había muerto.


Y entonces, sonreí. Solo un poco. Porque a veces la justicia no necesita nombres, solo un plato bien servido.


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