Cuento de las esquinas y las fotos familiares

 A tiempo


A veces me pregunto si el tiempo es tan cruel como creemos, o si simplemente lo usamos como excusa para lo que no nos animamos a hacer. La verdad es que, aunque hayan pasado veinte años, yo nunca dejé de verla. La veo en cada esquina, en cada taza de café, en cada mujer con la que intento olvidarla, pero nunca puedo.



Todo empezó un día nublado. Gente caminando y volviendo del trabajo. Una vereda gastada en una esquina cualquiera de la Avenida Maipú. El toldo rojo de Coca-Cola cubre parte de la vidriera de un restaurante, y en la esquina se ve el cruce peatonal, con sus baldosas desparejas. No hay nada especial a simple vista. Pero ahí fue. Ese fue el lugar donde la vi por primera vez. Donde empezó todo sin que ninguno de los dos lo supiera.


Yo cruzaba la calle distraído cuando la vi tropezarse con la vereda rota. La ayudé a levantarse y me sonrió sin vergüenza, como si caer frente a un extraño fuera lo más normal del mundo. Me preguntó si siempre pasaba eso en esa esquina. Le respondí que sí, pero que valía la pena tropezarse si uno terminaba conociendo a alguien como ella. Se rió. Me pregunto mi nombre y yo el suyo. Y desde aquel momento, Zulene se convirtió en lo más importante de mi vida.



Nuestra primera cita fue un café pequeño, de mesas blancas y sillas metálicas, en una calle tranquila. El toldo transparente deja pasar el sol y la sombra del techo de madera dibuja líneas sobre la vereda. El cartel dice “Emilia”, pero en mi mundo decía “Zulene”.


Nos la pasamos charlando por horas como si el tiempo no nos iba a alcanzar nunca. Quien diría que una mesa con dos cafés, dos medialunas, una servilleta arrugada y dos manos que casi se tocan, se convertiría en nuestra tradición de todos los domingos.


Era nuestro ritual sagrado. Siempre pedíamos lo mismo, siempre nos sentábamos en la misma mesa, al lado de la ventana. Hablábamos de cualquier cosa: libros, películas, cosas que soñábamos pero nunca haríamos. Había días donde todo era silencio. Ella apoyaba su cabeza en mi hombro, y todo tenía sentido.


Después de un tiempo, fuimos a Brasil juntos. Era el primer viaje largo que hacíamos. Los días eran calurosos y húmedos, pero ninguno era malo si la tenia a mi lado. Recorrimos varias playas, visitamos todos los lugares turísticos y salimos a cenar cada noche sabiendo que todos los días nos elegíamos. 



Recuerdo perfectamente el día que hicimos una excursión en barco. El mar de fondo parece inmenso y turbio. Estamos los dos sentados en la borda de un velero rojo, abrazados por el viento. Yo con una toalla en el cuello, ella con una camisa blanca inflada por la brisa. Ambos con anteojos de sol, riendo como si no importara nada más. Esa foto huele a sal, a sol y a promesas que todavía no sabíamos que no íbamos a cumplir.



Guardada en un cajón, tengo una foto de la primera noche que salimos a cenar. Zulene sonríe con un vaso de cerveza en la mano. Tiene el pelo mojado, la piel iluminada por la luz cálida del restaurante y los ojos brillantes. Hay algo en esa expresión que siempre me hizo sentir que me estaba invitando a quedarme, aunque nunca lo dijera en voz alta. Pero había una tensión flotando y todo se empezó a desmoronar.


Me habían ofrecido un puesto de trabajo allá. Zulene me decía que tenía que aceptarlo, que no podía dejar pasar la oportunidad. Yo no quería irme. Pero como la veía convencida, pensé que lo mejor era seguir su impulso, aunque el mío dijera lo contrario.


Nunca hablamos con claridad y ese último día discutimos. Ella me gritaba y decía que yo había elegido Brasil por encima de ella. Yo no sabía qué responder y me quedaba callado. Tal vez porque ni yo mismo entendía por qué estaba haciendo lo que hacía. Lo último que me dijo me quedó rondando en la cabeza por años. “Con una sola señal, me quedaba. Pero el silencio fue tu respuesta”. 


Esa fue la última vez que la vi. Se fue caminando por la playa, sin mirar atrás. Y yo me quedé ahí, esperándola sin saber que no la volvería a ver por veinte años.


Durante mis años en Brasil tuve otras relaciones pero ninguna duró. No porque ninguna de ellas fuera la correcta sino porque ninguna era Zulene. Después de terminar unos proyectos, decidí volver a Buenos Aires. El trabajo en Brasil fue exitoso. ¿Pero de qué me servía el éxito si no tenía con quien compartirlo?.


Una mañana, sin pensarlo, pasé por la vieja calle. El café seguía ahí, renovado y modernizado, pero seguía siendo el mismo de siempre. Entré buscando una excusa para quedarme. Y entonces, justo cuando cruzaba la puerta, ella salía.


Nos miramos como si el tiempo no hubiera pasado. Nos saludamos con una sonrisa frágil y nos sentamos. Hablamos de nuestras vidas. Ella me preguntaba y yo le preguntaba. Como lo había sido en nuestra primera cita. Pero esta vez, la conversación era amable pero tibia, como si en cualquier momento algo se iba a quebrar. 


Zulene me contaba que unos años después de Brasil conoció a un empresario y se casó con él. Tuvieron dos hijos pero después de tantas peleas inevitables, se divorciaron. Yo tenía vergüenza. No quería contarle de mis relaciones. ¿Cómo le explicaría cuando me pregunte la razón de mis amores fallidos, que ella es la respuesta?. Porque Zulene era eso para mi. La pregunta y la respuesta. La que me vuelve loco, pero también la que me calma. La que me suelta, pero no me deja ir. La que se mete en mis sueños sin pedir permiso y después se esconde cuando abro los ojos. Y yo, que puse su nombre en cada rincón de mi memoria, no sabría pronunciar el amor con otra voz.


Poco a poco, con cada pregunta, cada respuesta, cada confesión, la conversación escaló y se volvió una tormenta contenida por años que arrastraba todo lo que habíamos callado.


Ya no era un tono amable, era desesperación. Le conté que yo nunca quise tomar ese trabajo. Que me fui solo porque ella me empujó a hacerlo. Que todo lo que vino después fue una sombra de lo que podría haber sido si me quedaba.


Ella se quedó muda. Me miró con una mezcla de rabia y dolor. “Lo único que necesitaba era que te quedaras sin que te lo pidiera”. Esas fueron sus últimas palabras antes de levantarse y salir por la puerta. Y se fue. Otra vez. Como lo había hecho hace veinte años.


Pero esta vez no me quedé esperando que vuelva. Esta vez no pensé en lo que debía hacer, ni en lo que ella esperaba, ni en lo que podía salir mal. 


Me levanté y salí corriendo. La vi a mitad de cuadra, caminando rápido, como lo había hecho en la playa. Sentí mi corazón retumbando en el pecho. Todos esos años, en los que me había prometido no volver a caer, se derrumbaron. Todos esos años, donde me prometí no volver a Zulene ya no eran importantes. Porque antes de quedarme en la miseria, prefería volver a enredarme en su dulzura.


Corrí hasta que la alcancé. Extendí la mano y agarré su brazo sabiendo que esta vez nunca más la iba a soltar.


Y ahí, por fin, la miré a los ojos. No dije nada. Solo la miré. Como quien ve algo que creyó haber perdido para siempre. 


No me importaba lo que podría pasar, porque quedarme con la duda hubiera sido mi condena. No me importaba lo que podría pasar, porque esta vez estaba eligiendo diferente. No me importaba lo que podría pasar, porque Zulene nunca iba a ser un error. 


Ella no se movió. Yo tampoco.


Tal vez el amor no necesita certezas. Solo una mano que no se suelte. Tal vez no siempre llega puntual. A veces, llega cuando uno por fin se anima a quedarse.


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