Microcuentos
Hora del almuerzo
La gente en los pasillos, todos hambrientos, caminando hacia el comedor. Tomas y yo nos habíamos voluntariado para ayudar en la cocina. “Vayan a buscar las cajas de manzanas al almacenamiento”, dijo Beti, la cocinera principal del comedor. Bajamos por las escaleras que estaban a un costado de la cocina, casi escondidas. Nunca había ido al almacenamiento. Solo el personal de la cocina estaba habilitado para entrar. Cuando llegamos, había una luz blanca que iluminaba las paredes y el piso blanco. Parecía que estábamos en el cielo con tanta cosa blanca. Tomas y yo no éramos los únicos, habían otros chicos que también estaban ayudando, yendo y viniendo con cajas de comida. Había una habitación a parte en donde estaban las frutas. Tomas, siempre tan despreocupado y distraído, entró a la habitación como si nada. Pero yo me quede helada en la puerta. Había un tigre gigante durmiendo en el piso. “Tomas, hay un tigre. ¿Qué pasa si hacemos mucho ruido y se despierta?”, le decía yo susurrando. “No pasa nada, solo no hagas un movimiento muy brusco”. Yo no entendía qué estaba pasando. Como era que Tomas y los demás chicos iban y venían con tanta naturalidad como si no hubiera un animal salvaje que en cualquier momento podría despertarse y hacer de nosotros su propia manzana.
Silencio
Era la hora del almuerzo. Tomas y yo queríamos ayudar en la cocina y Beti, la cocinera, nos encargó ir a buscar manzanas al almacenamiento. Yo nunca había bajado al sótano donde está la comida, pero Tomas ya conocía todo el camino. Bajamos por unas escaleras que estaban a un costado y llegamos al almacenamiento. Había una luz fría que hacía juego con la estética de las paredes y el piso blanco. Tomas entró a una habitación que estaba a parte en donde estaban las frutas. Yo lo seguí pero me detuve en la puerta. Sentí como se me puso la piel de gallina al ver que había un tigre durmiendo en el piso en una esquina. “Tomás, ¿qué pasa si se despierta?”, le decía yo con mi voz temblando. “No te preocupes, solo no hagas ruido”, me dijo despreocupado. ¿Cómo puede ser que estaba tan tranquilo?. Me quería ir pero le había prometido a Beti que iba a ayudar asi que tome aire, respire ondo y me dirigí sigilosamente a las cajas de manzanas. Tenía tanto miedo de dar un paso en falso que me temblaban las manos. Agarré una caja, empecé a caminar rápido de los nervios y pasó lo último que quería que pasara. En mi escape ansioso, me pisé un cordón de la zapatilla y me caí al piso. Todas las manzanas, una por una, caían de la caja como bombas. Miré desesperadamente a Tomas y finalmente al tigre. Se había despertado y no estaba muy contento. Se me acercó despacio, mirándome fijamente y terminó enfrente mío. Yo no respiraba, no quería hacer más ruido de lo que ya había hecho. El tigre me dio una última mirada y lentamente veía como su boca se estaba abriendo. Cómo iban apareciendo sus colmillos afilados que se acercaban a mi cara. Cerré los ojos y acepté mi destino. Pero hubo un silencio y yo seguía estando viva. Abrí los ojos y el tigre ya no estaba. Me levanté, junté las manzanas del piso y me dirigí a la cocina con Tomas en silencio. Sin hacer ruido.
Invitada
La puerta se abrió y entré a la casa por un impulso que no supe detener. Sabía que tenía que entrar. Sabía que la casa me estaba invitando a pasar. La puerta se cerró sola detrás de mí, haciendo un chillido agudo e insoportable. Las paredes olían a humedad y el piso estaba lleno de polvo. Con cada paso que daba, la madera rota se quejaba. Algo me llamaba, me atrapaba. Al fondo del pasillo había una figura negra. Quieta, observando. De repente, una rafaga de viento entró por una de las ventanas rotas e hizo que se cayera el candelabro de cristal del techo. Del susto, salté y me di media vuelta para ver los restos de vidrio, dispersos por todo el suelo. Comencé a respirar agitadamente y sentí como una mano rozaba mi espalda. Pero al girarme, no había nada, no había nadie. Corrí desesperadamente a la puerta pero no se abría. Con las dos manos agarraba la manija y tironeaba pero parecía sellada. Sabía que la casa no quería que me vaya. Y entonces escuché una voz que me susurraba al oído. “Te estuve esperando”.
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