Cuento

333

Era un día soleado de primavera como cualquier otro. Salí del colegio y me fui caminando hasta la parada del 333. Tuve suerte porque no había casi nadie en la calle y el colectivo llegó justo cuando estaba llegando a la parada. Me apuré un poco y levanté el brazo para que parara. Espere con paciencia a que las puertas se abran lentamente, agarre las manijas del costado y puse un pie arriba. Para mi sorpresa, no me podía subir. Con mis brazos hacía fuerza y con mi pie apoyado en la calle intentaba buscar ese impulso. Pero no podía. Justo habían aparecido dos chicas atrás mio que estaban esperando para subirse. Intente varias veces y nada. Con la presión de tener gente esperando, me rendí y dejé que ellas pasaran. “Veni, te ayudamos a subir”, dijo una de las chicas. Acepte y deje que me ayudaran. Cada una me tomaba de un brazo y las tres juntas hacíamos fuerza. Pero ni la fuerza de tres personas juntas hizo que yo pudiera subir a ese colectivo. 

Después de tres intentos les dije que era absurdo seguir perdiendo tiempo y atrasando a la gente que seguro tenía que estar en lugares importantes a tiempo. Me soltaron los brazos, bajé mi pie del colectivo y mientras veía como este se estaba yendo, noté algo. El colectivero, que me miraba fijo, con una leve mirada picara, se estaba riendo. Él había presenciado toda la secuencia. Nunca dijo ni una palabra, pero su risa marcó algo en mi. No entendía lo gracioso de la situación. ¿Acaso se estaba riendo de mí?. No tuve mucho tiempo para procesar lo que estaba pasando porque rápidamente llegó otro colectivo. Camine hasta la puerta, agarre las manijas, apoye mi pie, hice fuerza, me impulsé hacia arriba y logré subirme. ¿Por qué no pude subirme al otro colectivo? ¿Que tenía de diferente este del otro?. Muchas preguntas y pocas respuestas. Pero no quise darle mucha importancia.

Después de esa situación, el viaje fue como cualquier otro día. Una duración de aproximadamente veinte minutos con destino a la calle “Jose Maria Paz”. Ya era hora de bajarme, toque el timbre, espere a que el colectivo frene y me baje. ¿En dónde me había bajado?. Estaba en el otro lado del mapa. Me había bajado en la parada incorrecta, bueno más que incorrecta. Termine en dirección opuesta a donde está mi casa. Se suponía que tenía que estar en la esquina de mi casa y terminar en una calle de la capital. No sabía dónde estaba, ni porque terminé ahí. ¿Me habré distraído y fui yo la que bajé en la parada que no era? ¿Cómo era posible todo esto si yo me fijaba que el colectivo era el correcto? ¿Cómo puede ser que me haya equivocado si esto ya es parte de mi rutina?. Muchas preguntas y pocas respuestas. 

No sabía dónde estaba pero al menos sabía que si el colectivo paró en ese lugar, es porque esa línea también tiene una parada para volver hacia el otro lado, el de mi casa. Entonces me digne a esperar. La calle estaba llena de autos y la vereda llena de gente. Pasaba un colectivo, pasaba otro. Se subía un grupo de personas, se bajaba otro. No sé cuánto tiempo estuve esperando. Estaba más atenta al colectivo que a la hora. Hasta que la naturaleza me dejó saber que ya era tarde. Había caído el sol y ya era de noche. ¿Desde cuando era de noche? ¿Hace cinco minutos me bajé del colectivo y ahora es de noche? ¿Cuánto tiempo habré estado esperando?. Nada me cuadraba. No entendía qué estaba sucediendo. Lo único que yo quería era volver a mi casa. Estaba cansada, había sido un día largo, y tenía muchas cosas que hacer. No podía perder más tiempo. 

Veía como todos los colectivos pasaban uno tras otro. El 322, el 332, el 323. Miles de personas bajando y subiendo como hormigas organizadas. Los bocinazos fuertes y agudos de los autos me retumbaban en los tímpanos. La luz brillante y blanca del poste que me penetraba la vista. Seguir esperando. En algún momento iba a llegar. Pero cada vez pasan menos colectivos, menos personas. Lentamente notaba como iban desapareciendo todos, seguro ellos ya estaban en sus casas, en donde tenían que estar. Por un momento me desespere. No sabía qué hacer. Cerré los ojos. Sentí como el viento de los últimos colectivos al pasar rozaban mi cara. Respire profundo. Cuando abrí los ojos, estaba sola. Ya no había autos, colectivos o personas. Solo se podía escuchar el silencio y la soledad que me invadía. El aire estaba estático. Y ahí me quedé, paciente, esperando al colectivo bajo la luz del poste que ahora era tenue, cálida, insuficiente para iluminar en tanta oscuridad. 

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